Esta vez no hemos procrastinado: hemos dedicado 24 horas para ir a todos aquellos lugares de Madrid que siempre habíamos querido visitar.
Hay muchos Madrid: el hipster, el de los Austrias, el del underground ochentero… siempre están allí, agazapados, esperando a que la novedad brinde un respiro y los que no acudimos como turistas, les dediquemos atención. Desde visitas a monumentos, museos, al tapeo clásico, los restaurantes con carácter y solera y, cómo no, un alojamiento que nos ponga en este mood clásico, el que siempre perdura.
Empezamos este recorrido por el Palacio Real, siendo unos de los dos millones que anualmente visitan sus exteriores y estancias. Hay poco de este monumento histórico que no sepas: construido en 1735, fue la residencia oficial de los monarcas españoles hasta hace 50 años, que pasó a ser La Zarzuela. No obstante, este palacio, que ostenta el récord de ser el más grande de Europa Occidental (y uno de los más grandes del mundo) con 3.418 habitaciones, contiene pedacitos de historia conservados: el recientemente restaurado Salón del Trono, con todo el esplendor de cuando se proyectó con Carlos III; el salón Gasparini, donde Carlos III se vestía y recibía audiencias privadas, como ejemplo de barroco tardío europeo o el Gran Salón, inaugurado por Alfonso XII y escenario de las cenas de gala de más alto copete de la actualidad. Recorrer las estancias visitables es sumergirse en historia viva… solo es cuestión de poner imaginación y casi es posible teletransportarse a través de 300 años de historia.
No muy lejos, junto a la Puerta del Sol, encontrarás Chocolatería San Ginés, un incombustible que vio la luz 150 años después que el vecino Palacio Real. En concreto, en 1894, con la popularización de irse a comer chocolates allí a la salida del teatro. Un hype tan de la época que Benito Pérez Galdós lo recoge en sus “Episodios Nacionales” (1872-1919) y Valle Inclán lo recoge en su obra teatral “Luces de Bohemia” (1920) y sigue generando visitas non stop para comer churros, porras y su chocolate caliente desde primera hora de la mañana hasta la noche, todos los días. Nuestro pit stop ha sido para un avituallamiento modesto: nos queda mucho día por delante.
A escasos diez minutos de trayecto, caminando, nos paramos para un tentempié ineludible si se pasa por delante de Casa Lhardy y su tienda: una croqueta de cocido y un consomé, servido directamente de su samovar de época. Otro día vamos a regresar para acudir a su restaurante, pero ahora es momento de sentarse en dos de sus minúsculas mesas altas de mármol, sorber el caldo a sorbos discretos y disfrutar de las delicatessen que en la tienda se exhiben, del bullicio de clientes entrando y saliendo y del tintineo amortiguado que llega de la cocina contigua.
Dirigirse a la siguiente parada a pie es una gran idea, pues no es otra que el Restaurante Sacha, a una hora de camino de Puerta del Sol. Sacha es equiparable al Tiffany’s que tanto confort y alegría daba a la Holly Golightly de la novela de Truman Trapote (“Desayuno en Tiffany’s). Este restaurante, o Botillería y Fogón Sacha, ha alojado desde 1972 en sus mesas de aire bohemio parisino a miles de chefs e intelectuales (de noche, las noches de Sachita) y políticos y empresarios (de día, con Laureano López al mando). Lo abrieron los padres de Sacha Hormaechea, quien actualmente está al frente sin haber cambiado mucho la esencia que ya marcaron Pitila y Carlos cuando lo concibieron.
Veridiana y Sacha eran los centros neurálgicos donde la intelectualidad madrileña se acercaba para hacer algo que el intelecto siempre ha apreciado: rodearse de iguales y comer fabulosamente con vinos tan o más fabulosos. Al Sacha debemos platos patrios que nunca pasan de moda: la tortilla vaga (que nos conquistó en Barcelona cuando Albert Adrià la incluyó en su Bodega 1900) o la falsa lasaña de txangurro pero lo que nos encantó casi tanto com sentarnos a hablar con Sacha fueron los tacos de merluza con mayonesa con reducción de las cabezas. Una casa en la que se respira y transpira el arte de la restauración, entendida como su origen: atender, restaurar, dar de comer y devolver la energía y el calor al sediento y hambriento. Qué gran casa…
Se nos hace casi de noche, charlando con Sacha y amigos suyos que se juntaron en la mesa: desde la sumiller de Ugo Chan a chefs que están ahora trabajando en Canadá. Es momento de bajar todo lo consumido, aunque la caminata será más corta. Finalizamos nuestro periplo del Madrid clásico más reconfortante en otro imprescindible atemporal maravilloso: alojándonos en el Sercotel Gran Hotel Conde Duque.
No nos podemos imaginar mejor escenario para concluir este periplo que en este hotel de corte clásico, sumamente acogedor, con todos los detalles cuidados, tal como se ha estilado siempre en los hoteles que además de alojar, buscan ofrecer al viajero el confort y la atención refinada. Amplias butacas en el hall, decoración con jarrones, grabados colgando de las paredes, pasamanos trabajados por artesanos… Sí, haber disfrutado de un Madrid clásico ha sido fantástico. Nos hemos suspendido en el tiempo, gozando de sensaciones, platos y recorridos que nuestros padres o incluso abuelos pudieron gozar en su día, sintiéndose los reyes del universo.