¿Qué hacen cinco periodistas gastronómicos calzándose raquetas de nieve en Vallnord Pal-Arinsal un viernes a las 8 y media de la noche? Pues ¡abrir el apetito! Y es que en estas pistas de esquí situadas a 1.500 metros de altura es donde empezamos nuestra particular escapada para degustar el país de los Pirineos.
Con las raquetas, palos, guantes y energía en modo ON, nos costó un segundo acostumbrarnos a la mágica luz de las estrellas y al grajj-grajj de los pasos sobre la nieve helada de la pista. David nos contaba maravillas de las noches en que la luna se refleja en la nieve hasta el punto que parece de día. Él es uno de los guías de las pistas y nos acompañó hasta el primer objetivo en poco más de 40 minutos, 500m de desnivel y algunos suspiros. Ahí estaba, esa pequeña luz del fondo que se distinguía durante la excursión era el restaurante Pla de la Cot (2.052m), una cabaña de madera de dos plantas que ofrece cenas los fines de semana y las noches de luna llena. El interior es cálido y el ambiente invita a relajarse y a charlar. Así lo hicimos mientras por la mesa circularon como entrantes crema de calabaza, pollo marinado, canelones de setas, salmón ahumado con uva y tablas de embutidos pero los protagonistas fueron la raclette de pieza entera en un grill y la deliciosa fondue de queso que llegó con dados de longaniza y medias patatas en su perfecto punto. Todavía quedó espacio para bañar plátano, mandarina, fresas, kiwi y, ¿por qué no?, nubes, en la fondue de chocolate que ocupó la mesa. Fue el toque dulce antes de subir a la retrack, la máquina quitanieves que en pocos minutos deshizo el camino andando.
En sólo tres horas habíamos borrado de la mente la ciudad, las prisas y la rutina y sólo nos bastó un fin de semana para comprobar la apuesta por la gastronomía que ha hecho este principado de apenas 500 km2. De hecho, ya tiene representación de la más estrellada en el emblemático edificio conocido como El Diamant y en el que se encuentra The Embassy, un concept store inaugurado a mediados de febrero de este año y que es el paraíso de la joyería. Las gastronómicas están en la planta inferior y llevan el sello de Romain Fornell (una estrella Michelin), Bernard Bach (dos estrellas Michelin) y Òscar Manresa (Kauai i Casa Leopoldo), tres talentos unidos bajo un mismo nombre y en un único comedor bien iluminado y de carácter informal: Chef’s Table Andorra. Si lo visitais, tienes opción de sentarte en mesas altas o bajas pero, sea como sea, no os perdáis el bikini de pan de payés con lomo, queso Comté de 24 meses y mantequilla trufada, ni el magret de pato ecológico con setas shiitake y salsa oriental, ni los langostinos envueltos en pasta brick y hoja de albahaca. Y podeis acompañarlo, por cierto, con un tinto Forapista de Celler Casa Auvinyà de Sant Julià de Lòria, uno de los pocos vinos elaborados en Andorra.
El toque cosmopolita también está bien representado en la Bodega Poblet que el chef Albert Coll dirige desde hace más de una década. Podríamos estar en el barrio de Gràcia de Barcelona pero estamos en una planta baja del centro de Andorra la Vella. La etiqueta ‘con encanto‘ encaja a la perfección: muñecos de trapo, miniaturas, bocetos de dibujos, un globo terráqueo de madera, libros de cocina, más libros de cocina, lámparas de araña, pájaros de luz, espejos… La chispa de la decoración se trasladó a la copa con AT ROCA, el rosado reserva de Agustí Torelló que abrió la cena. Fue a base de tapas y platillos pensados para compartir, la filosofía de la casa. No paseis de largo de las habitas con ibérico, del nido de patata con huevo de codorniz y chorizo andorrano o de las alcachofas, que están exquisitamente fritas, ni del ravioli de boletus servido en una taza de Alícia en el País de las Maravillas. De postres, hubiéramos repetido tantas ‘orelletes‘ como nos hubieran servido pero llegó la original Puesta de Sol en forma de cóctel de frutas así que se acabó. Chim pum.
La cocina tradicional, la de las cazuelas, la de darle tiempo al tiempo, la ofrece la Borda Raubert. Está en La Massana desde hace casi 50 años, cuando se restauró la vieja borda que cobijaba el rebaño y almacenaba lo necesario para la vida agrícola. Ahora huele a crema de calabacín, a fresca ensalada de chicoria, a exquisito trinxat, a espalda de cordero de payés, a cualquier pieza a la brasa que con maestría dirige Ferri en un rincón de la sala, a postres imperdibles, como la crema andorrana con merengue o la tarta de frambuesas y crema. Y también huele a quesos con membrillo.
Los quesos son de Rafa Aybar, curiosamente el único elaborador en todo el país. Llegó hace sólo medio año desde la Seu d’Urgell (la capital del Alt Urgell), para cambiar esta tendencia. Lo hace desde noviembre de 2018 en la antigua Casa Raubert ubicada en el pequeño pueblo de Escàs. Tiene un rebaño de 50 ovejas Assaf que, según dicen, es una de las razas más valoradas por la calidad de la leche. Ahí están ellas, en un establo con salida a un campo con vistas al norte, mientras Rafa se pasa todas las horas del mundo al lado, en el obrador, dando forma y carácter a los quesos. Son curados como el Orri o el Conlloc, de cuajada enzimática, o frescos y tiernos como el Cossol; también los hay de cuajada láctica como el Boïga, elaborado con leche pasteurizada igual que el Torb. Este es el más versátil de todos ya que le permite ser curado o joven y lo adereza o bien con nueces o bien con pimentón rojo, piñones, tomate seco y hierbas de Andorra. Todos llevan el sello de Productes Agrícoles i Artesans d’Andorra y todos merecen un buen mordisco. Como este pequeño país. ¿Os animáis?