Dicen que la comida que reconforta es aquella a la que acudes cuando quieres sentirte bien porque tiene un componente nostálgico o sentimental. En la taberna Haddock lo obtienes a raudales porque la cocina que dirige Franc Monrabà aúna sabores tradicionales con producto de temporada de alta calidad, de tal manera que al salir de allí, sientes que has disfrutado de un buen festín.
Haddock, una taberna portuaria
Franc Monrabà podría ser un icono: por edad y por trayectoria tiene un lugar en la memoria de muchos disfrutones porque desde chaval ha pivotado entre la alta cocina y la cocina resultona, sabiendo que como buen discípulo de la cocina de tradición, el producto es la bandera de todo buen plato. Desde El Racó de Can Fabes, Jean Luc Figueras a iconos transgresores de finales de siglo y principios del presente como Ocaña, Salero, La Reina del Raval o un más reciente Mala Vida. Orondo y de humor socarrón, ha hecho de la taberna Haddock su casa desde los inicios, y todos esos comensales que ha conquistado en su basta trayectoria llegan cosechados a esta taberna canalla (parafraseando al mismo Monrabà) para salir dando volteretas de gusto. Monrabà sabe qué gusta y sabe que si gusta, es porque está bien hecho. A esta obviedad se le suma su forma de hacer cercana, divertida y siempre al servicio del humor y el toque justo de histrionismo. Todo rueda.
Monrabà tiene anécdotas para escribir libros y libros y quizás una de las más lustrosas es aquella en la que explica cómo con escasos 20 años, era el conejillo de indias de Ferran Adrià y Santi Santamaria cuando los dos se juntaban en Can Fabes a mediados de los años 80. Él era quien probaba las creaciones, y cuenta entre risas que a los 10 días les dijo que si tenía que probar otro plato más, colgaba el delantal y se largaba. Era la génesis de la explosión de creatividad y de controversia que llegaría un decenio después y él, como actor secundario, exprimió esa etapa con voracidad, deslumbrado por el genio. Era una época dorada, en la que se sentía que había mucho por hacer, y esa vinculación con la alta cocina la lleva en el corazón, aunque con 22 años vio que su camino sería otro, reinventándose.
En definitiva, él proclama con gran seguridad que el protagonista es y siempre debería haber sido el producto, nunca el chef. El papel de éste es ser un eslabón para mantener vivo el legado de cocineros y productores, profesionales que en su gran mayoría tienen una vinculación a su oficio que incluso va más allá de su propia generación. Un buen producto, mal manipulado, se puede desgraciar: el oficio hace que el producto brille, sobretodo cuando éste es de temporada.
Cocina de guisos y productos estacionales bien tratados en una carta corta, manuscrita, que Monrabà cambia conforme considera oportuno. En la mesa nunca falta un plato de lechuga (que trae puntualmente Pau Santamaria los miércoles, junto a otros productos de la huerta) bien aliñada, como bienvenida. Y palabra que es un manjar en su simplicidad. La clientela de la taberna Haddock es recurrente. Ya lo era cuando tenía sus menús de mediodía o cuando los viernes se montaba un festival de escudella y carn d’olla. Ahora, sin menús ni especiales, tiene las mesas llenas, y en todas ellas se respira un ambiente festivo, como de quien sabe que cuando se sienta en Haddock, todo lo bueno está por suceder.
Empezamos con un torrezno de Soria de llorar, un homenaje de Monrabà a su tata de Soria. Cuenta que ese torrezno representa la memoria de su infancia, de cuando la tata recibía el paquete con productos de la matanza de su familia “en el pueblo”, y era el niño Franc el encargado de ir a Correos a por ese tesoro. Este homenaje le ha acompañado en toda su trayectoria, y cuando se prueba esa explosión de sabor perfectamente tostado y crujiente, nada oleoso, se entiende el porqué. Llega a continuación un encurtido de puerro, tomate y sardinita, un trío suave, a buena temperatura, ideal para coger aire a lo que viene después: un revuelto estilo franchute con erizo de mar. Ojito, este revuelto cremoso, tal como le enseñó Santamaria a hacer es una maravilla que mezcla el intenso sabor del erizo de mar con la sedosidad del huevo.
Nos venimos arriba con los guisantes del Maresme a la catalana, la razón por la cual nos acercamos a esta santa casa. Antes hablábamos del buen producto como eje, ¿verdad? este plato lo representa a la perfección, en una danza de texturas que van del crujiente de la panceta a la melosidad del guisante, aderezado a la alza en pimienta, sello de Monrabà. Y el último plato es un pato estofado con orejones y uva. Es uno de los platos estrella: carne tierna bañada en unos frutos tan confiados que llenan la boca con su potente suculencia. No podíamos acabar sin probar los quesos afinados.
La diversión no sólo está en los platos, está en su sala dinámica, que dirige Enric Maldonado desde que Haddock abrió sus puertas hace cinco años. Como el dúo Pimpinela, Monrabà y Maldonado se tiran sus pullas de extremo a extremo de la sala, y quien las escucha se sonríe porque se adivina en ellas un cariño genuino.
Los líquidos también se cuidan, con una corta selección que incluye 8 tintos Rioja y Ribera del Duero (cinco de ellos a copas), 4 blancos Rueda, Costers del Segre y Alella, en preeminencia, y un par de rosados, amén de alguna referencia lustrosa de champagne.
En la actualidad el ticket medio está entre los 34 y los 40€ por persona, y esta taberna portuaria de secano abre de lunes a sábado de 13 a 17h. en la calle València, 181. Poco más a añadir, simplemente que no conoceréis la esencia de lo que ofrece un oficio reposado (y pasado de vueltas, aunque suene a contrasentido) sin ir a Haddock. Amén.