A La Palma de Bellafila no se llega por casualidad: no está en una zona céntrica y de paso (sino más bien en una callejuela del Gòtic) y su cocina, no es tendencia. Y esa es la gracia. Y ese es el espíritu con el cual Judith Giménez y Albert Rial enfocaron el proyecto, enrolando a un cocinero de carácter y trayectoria profesional propia, Jordi Parramón. Alineados, visualizaron el restaurante al cual ellos mismo acudirían para disfrutar. “Para los restauradores es una responsabilidad mantener la cultura gastronómica, ofreciendo a los comensales platos que trascienden a las cocinas domésticas”, asegura Giménez. Y su clientela, casi en su totalidad local, seguro que está de acuerdo con ella. En La Palma de Bellafila no solo hay platillos que gritan territorio, también ofrecen una relación calidad-precio más que asequible, respetuosa.
La pareja de restauradores regentan desde hace tiempo la Bodega La Palma, conocida por sus bravas o por sus croquetas de calamar, un tapeo que se inició cuando al coger la gestión de esta bodega centenaria empezaron a ofrecer quesos y embutidos seleccionados de productores cercanos, vino de bota y algo de cocina de ensamblaje. Cuando el vecino El Pla cerró, vieron la oportunidad de llevar allá una cocina más elaborada. Es justo en ese punto cuando Jordi Perramón se cruza en sus caminos y detectan, hablando, que los tres hablan un (a su pesar, raro) lenguaje común: el restaurante serviría cocina catalana actualizadas. Y esa actualización no llegaría con la fusión ni el mestizaje, sino con la adaptación del recetario a un paladar que no busca tanta potencia de sabor, sino equilibrio. Una cocina, quizás, menos contundente en cuanto a grasas, pero sabrosa y delicada. De alguna manera, cuando despejas un plato de la intensidad y la potencia, lo que te queda sigue siendo sabor y trabajar con ese sabor, digamos, primigenio, requiere de sensibilidad. Este trío la tiene a raudales.
Probamos las sardinas marinadas con uva, cuyo origen está en la verema, la patata en su jugo y trufa, el delicioso calamar relleno (Albert recuerda esos calamares rellenos de la infancia con patas, aletas, carne, huevo duro y al probar este plato, eclosionan recuerdos comunes) y el cordero a la mostaza, en una cama de acelgas que saben a gloria. Dejamos para una siguiente ocasión las costillitas de conejo, el pollo con cigalas o el fricandó. Lo que no perdonamos es un postre que nos ha emocionado: el higo confitado con chocolate amargo y aceite menta.
En cuanto se prueba la cocina de Parramón en La Palma de Bellafila, todo lo leído sobre ellos hasta la fecha y todo lo escuchado conversando con ellos, encaja como un puzzle, porque es honesto y veraz. “Nos enorgullece ofrecer cocina de aquí, con ‘seny’ y a un precio razonable”, explica Albert, “comer y que sea un ejercicio saludable es posible, sin contundencia, disfrutando desde la ligereza de los sabores más sutiles”. Nos enamoramos de los detalles que apuntalan el discurso: desde la cuchara que siempre regresa a la mesa en cada cambio de cubertería (que permite dejar el plato limpio, a cucharadas ávidas y sin pan) a la selección de vinos de Alain Salamano, poblada de referencias catalanas que van de la mano con la cocina y su visión de equilibrio, elegancia y sutileza.
Tienen razón: la restauración tiene una responsabilidad pedagógica. Mantener la tradición es importante, y adaptarla es la mejor forma que perviva y evolucione con los paladares coetáneos. Aunque no es nada nuevo, porque ya lo defendía Santi Santamaria cuando arreciaban vientos que forzaban la mirada hacia la creatividad al servicio de la técnica, es importante que existan proyectos tan coherentes y especiales como este restaurante. Salimos de aquí con ligereza de estómago y de alma, y con dos nombres por investigar: el proyecto de café de Blai Delsams en Balaguer y encontrar libros (que están descatalogados) del gastrónomo Pere Sans.